La tradición pagana y específicamente precristiana da al Solsticio de Invierno un significado de renacimiento espiritual, de aurora del tiempo y de reinició de la cosmogonía, en que todo se purifica, bajo la protección del Sol Invictus, que de acuerdo a Julius Evola marca en la Roma patricia, con las águilas de las Legiones que enseñorean el cielo, el sentido de regeneración de la realeza sacra que encarna el aura del César y del poder luminoso sobre las sombras y el dominio de la oscuridad.
El cristianismo se apropió de los símbolos paganos y el 25 de diciembre celebra el nacimiento del hijo de Dios, que es una forma de actualizar el poder de elevación mística que concentra la energía de la luz sobre las tinieblas que comparte el zoroastrismo persa y que proviene de la tradición solar-aria entendido ario en su significado sánscrito de noble, señor, leal, en cuanto condición metafísica que corresponde a la raza del espíritu sobre cualquier otra connotación degradada de racismo zoológico o de un reduccionismo historicista.
De tal forma que es la romanidad la que concentra en sí el poder del Sol Inconquistado –dies natalis Invicti Solis- y del Dius Sol Invictus –el dios Sol Invicto-, en que lo importante es la ceremonia interna de la transfiguración, en que el hombre venciéndose a sí mismo reconoce la Potencia Invisible de los rayos del Sol y los saluda con la palma extendida en un rito apolíneo que expresa el corazón abierto y una estética-anagógica que se revela en el saludo romano que es propio de un estilo de señores y de una aristocracia del espíritu, de los mejores por su valor y su virtud.
El valor del gesto
En oposición al puño cerrado que niega la apertura hacia lo alto y que en su vana concentración de fuerza bruta y cuantitativa manifiesta el dominio del número, la materia y la masa según refiere René Guénon, lo que marca el gesto, en su verdadero significado de resentimiento y odio contra lo superior, revuelta de esclavos y de las tendencias inferiores como el poder de la masa sin rostro que ha dominado por el igualitarismo al materialismo burgués y proletario.
La cultura del gesto, del estilo y de la forma simbólica ha sido desdeñada por el conocimiento ilustrado que critica Spengler como las “inmensas montañas de papel”, las abstracciones que separan al hombre de la cosa y al sujeto del objeto, que no definen un rumbo en la vida ni un compromiso.
Esta cultura del gesto solar que se funda en rituales y representaciones, arraigada en la ceremonia y en las festividades es determinante como expresión plástica de una forma de concebir el mundo, no en la superficie sino en la centralidad radiante y divina del ser humano, en su vida interior, en cuanto que todo humanitarismo está abocado a disolverse en lo efímero del paso del hombre por la tierra, en el humo, polvo, sombra y nada, en que los más grandes imperios de la tierra tienen en sí la gema de su destrucción como advierte Ernst Jünger.
De tal manera que cada renacimiento del Sol, en su natividad, es una oportunidad para que uno reflexione sobre el sentido de la vida y de la muerte. De esa afirmación de actos volitivos que es la vida y de sus últimos fines, en una teleología que es la manera de recogerse en la plegaria y en la contemplación, en armonía con el Cosmos y en la paz interior que es la alegría más pura.
Por ello es que todo está relacionado y que cuando nos vayamos de este mundo lo hagamos Cara al Sol en una expresión de nobleza, de un estilo, firme el ademán, -oltre la morte-, en que “volverá a reír la primavera”.
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