Ayer pudimos ver en los telediarios una de esas imágenes que simbolizan toda una época. Se trataba del todavía juez Baltasar Garzón entrando al Tribunal Supremo encausado por alguna de sus múltiples trapisondas y prevaricaciones. A la puerta del Tribunal, un reducido grupo de incondicionales jaleaba al marrajo exhibiendo la bandera tricolor de la Segunda República. Todo una muestra del clima moral imperante: el sectarismo y el rencor aplaudiendo la corrupción y el abuso de la toga.
Triste destino el de este malhadado pendón (la bandera, no Garzón). El emblema antaño exhibido por la milicia frentepopulista ante gigantescos retratos del padrecito Stalin, es hoy enarbolado por millonarios actores subvencionados, sindicalistas vendidos y, últimamente, por la troupe garzonesca, a medio camino entre el Imserso y el reality show.
Cuando el 14 de Abril de 1931 se estrenó la nueva bandera, hubo muchos españoles que creyeron sinceramente en el advenimiento de una nueva etapa tras el agotamiento de la decrépita y corrupta monarquía borbónica. Vana ilusión. En lugar de encarnar una España nueva, la tricolor pronto se convirtió en lo que nunca ha dejado de ser: el emblema del resentimiento, el rencor y la revancha. En lugar de una empresa común que ilusionase al pueblo español y le abriese nuevos horizontes, la Segunda República, en manos del socialismo más antinacional, la masonería más sectaria y el anticlericalismo más ramplón, se reveló como un régimen suicida cuyo máximo empeño fue el proscribir de la vida española todo atisbo de grandeza moral, allanando el camino para la revolución prosoviética de Febrero de 1936.
La cobardía egoísta de la derecha y el rencor criminal de la izquierda llevaron a España al enfrentamiento atroz de la Guerra Civil. La misma que los palmeros de Garzón, tristes peones de la estrategia electoral zapaterina, se empeñan en resucitar. Y es que el jodido trapo tricolor tiene mal fario.
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